GTTAP 2021, 105,7 km (alguno más), 6760 m+

la_hansen
Carreras de montaña
05/08/2021

El dorsal para esta carrera tiene solera. Me apunté a principios del año pasado, antes del confinamiento. Después de una primera vez finisher en 2018, y un dorsal de rebote que me tocó en un sorteo en 2019, pero donde no terminé (la cabeza no estaba donde tenía que estar), tenía muchas ganas de volver a enfrentarme al recorrido para quitarme la gusa y aplicar todo el aprendizaje adquirido.

A pesar del confinamiento, pandemia, cancelación de la carrera, yo decidí que guardaba el dorsal si o sí. Luego ya veríamos lo que pasaba. Tardó bastante en confirmarse la realización de la prueba, aunque finalmente la organización optó por realizar únicamente las distancias más largas: Maratón de las Tucas, Vuelta al Aneto y Gran Trail. Así que este año no me libraba, pero tampoco quería librarme de ello. Vamos, que tenía muy claro mi participación.

Ha sido un año algo complejo, con restricciones perimetrales y una total incertidumbre en el devenir de la pandemia. Año que junto con el precedente, aproveché para rematar una tesis que llevaba tiempo pendiente. Una vez quitada esa carga mental, pude dedicarme a correr y entrenar, aunque admito que soy algo anárquica (la chica de los recados) y no hago las salidas al monte que debería hacer. Por eso, para hacer los deberes, me apunto a carreras intermedias que me preparen para lo que está por venir. Y a pesar de la situación actual, se empezó a abrir la mano a la realización de carreras. En mi caso, participé en tres: la Integral de Tozal de Guara, la Carrera por Montaña Sierra de Luesia, y la PDA del Valle de Arán (dos semanas antes de GTTAP).

Llegaba con ganas, me sentía fuerte, dentro de mis posibilidades, claro está, me había afinado y sobre todo, había vuelto el brillo en los ojos cuando algo te emociona de sólo pensarlo. La incertidumbre en la realización de las pruebas había causado estragos en la cantidad de inscritos, y en el Gran Trail, cuyo máximo son 350, aparecíamos inscritos 218 corredores. En Tucas rondaban los 900 y en la Vuelta al Aneto algo más de 500. Es natural, son distancias a considerar, no es algo a lo que te apuntes a última hora salvo que ya tengas una buena base o estés tan loca como yo.

Los nervios fueron apareciendo tímidamente y una vez que aparecieron, crecieron exponencialmente conforme se acercaba la fecha, 23 de julio. No por desconocimiento, ya me conocía el recorrido (por no hablar de que iba a ser la CUARTA vez que haría la vuelta al Aneto), pero es inevitable esa inquietud ante la carrera. Nunca hay dos carreras iguales, y menos en montaña, por muy calcado que sea el recorrido. Comenzaba a soñar que daba mil vueltas al recorrido. Tenía unas ganas inmensas de completar la ultra, pero ante todo, de que las cosas salieran bien. También sabía que el abandono era una posibilidad si las cosas se torcían, porque sobre todo y ante todo, mi integridad es primordial. Y ese “no sé qué que qué sé yo” me generaba volteretas en el estómago y esos nervios mezclados con emoción.

Ana (del Molino) me dijo que si me parecía bien, me acompañaba en el coche, sobre todo y ante todo para conducir a la vuelta. Ella quería ir por la zona para hacer km con desnivel y así de paso ver el ambiente de la carrera. A mí me hacía un favor inmenso, después de mi vuelta en el 2019 en la que francamente lo pasé mal, no tenía ganas de hacer el puto loco, que nos creemos que podemos con todo y no es así. Además, ya bastante se preocupaban los míos estando por los montes de Dios tantas horas, como para añadir la preocupación por el coche. De no haber sido así, hubiera cogido fiesta el lunes posterior, lo que sea para volver bien y de una pieza. Lo que era seguro es que cogía fiesta el viernes, para dormir a pierna suelta y como poco llegar el viernes noche descansada. Me levanto todos los días a las 6.15 y es demoledor cómo acabas el viernes.

En 2019, a pesar del abandono, hice una mejor vuelta al Aneto inicial que ninguna. Me apetecía que saliera parecida, pero no me atrevía a hacer un pronóstico de horas, dependía sobre todo de mi paso intermedio por Benasque, eso me daría una estimación de si la cosa iba mejor o peor. Comentaba con Ana, entre risas, que a ver si con suerte llegaba antes de las 12 del mediodía del domingo para poder recoger sus bártulos en el camping. En cualquier caso, iba mentalizada de dos noches toledanas, cosa fundamental para por lo menos enfrentarse a estos retos (como ya comentaba Jordi el de mi club en su blog hace unos años, hablando del tipo de carreras en función de su duración en horas).

El viernes de la carrera me levanté con muchos nervios, ya era cuestión de horas la salida y se me hacía raro. Yo ya tenía todo preparado cuidadosamente a falta de alguna cosa. Los crampones no eran necesarios dada la ausencia de neveros importantes. Finalmente, el cubrepantalón impermeable tampoco, ante un pronóstico meteorológico “bueno”, sin lluvias. Noches algo más frescas y calor en el día, intuí que podía ser “mucho” calor durante el día. Así que para no repetir los errores de antaño (las prendas térmicas que seleccioné para 2019 fueron demasiado), elegí prendas térmicas más ligeras y frescas. Camiseta blanca, para que reflejara la luz solar durante el día y así estar más fresca (una, que es de ciencias), y unas mallas ¾ algo más finas y no compresivas, para no agobiarme en exceso, y así de paso evitar tener que llevar las mallas largas en la mochila. Y las zapatillas testadas sobradamente, eran las mismas que había usado en las últimas carreras, y conservaban bien la suela. Con esas no tendría problemas en las bajadas como sí tuve son las adidas terrex en 2019 (más que por modelo, por talla), que me pusieron una uña totalmente negra en el primer bucle y que en cierto modo contribuyeron al abandono. Y por supuesto, conjuntada hasta las cejas, un ritual que forma parte de mis carreras (tontadicas que hace una).

Comí en casa con Raúl, pasta, y ya sobre las 4 y algo salí de casa. Raúl se quedaba, era inviable estar tantas horas a mi espera. Subían conmigo también Mónica y Paula, que corrían al día siguiente el Maratón de las Tucas. Recogimos a Ana y sus bártulos, y nos fuimos para Benasque. Paramos en Huesca a echar gasolina y en mi caso además para pillar unos bastones de carbono, que como tenía un vale de una de las carreras, se me quedaban muy bien de precio. Una maravilla de bastones, ligeros ligeros.

El viaje fue pelín más largo de lo normal por los parones forzados en la zona del congosto (hasta hace poco ese acceso había estado cerrado por desprendimientos), pero llegamos sobre los 8 y media o así a Benasque. Dejamos a Mónica y Paula y me subí con Ana al camping, a ver si había suerte y encontraba plaza. Estaba bastante a tope, pero tuvo suerte y encontró sitio. Montó la tienda, dejó los bártulos (juro que llevaba más cosas que las que me llevo yo un mes, jajajaja) y nos fuimos otra vez para Benasque. Primero, a recoger el dorsal, dejar la bolsa de vida y a que me colocaran el GPS de seguimiento que llevábamos los corredores de la ultra, y después, a tomar algo antes de la carrera.

Aparqué el coche en un sitio que me generaba ciertas dudas. Benasque estaba a tope, y la explanada ante el pabellón donde normalmente lo aparcaba, se iba a destinar a la salida en lugar de la clásica avenida de los Tilos. Me estaba quedando con el run run, que si me iban a multar, que si la grúa... Le pregunté a un matrimonio y me dijeron que creía que iban a hacer la vista gorda. Total, que mientras estaba yo terminando de apañar el dorsal y los bastones, vinieron de nuevo, habían encontrado un hueco y me lo estaban guardando. No saben lo mucho que lo agradecí. Ana en principio iba a procurar no mover el coche, ya que la cosa estaba complicada.

Nos llamó Pilar que se había acercado a la salida (ella corría la Vuelta al Aneto y pasaba el fin de semana ahí), y fuimos a tomar algo, en mi caso un pincho y una coca cola. Las terrazas estaban bastante llenas porque no se podía consumir en el interior, y finalmente me sirvieron la coca cola y dos croquetas (que no había tortilla). La coca cola era normal y me puso como una moto, parecía la Marirramona con el anuncio de la coca lusa (humor maño). Mientras estábamos ahí vimos a Javier Vallés y su mujer, él corría la Vuelta al Aneto y venía fuerte y con ganas. A nuestro lado, un matrimonio holandés me vio las pintas y me preguntó si corría, les estuve explicando y alucinaban con la distancia. Se quedaron con mi número de dorsal y, según me dijo Ana, me estuvieron siguiendo. Una de las boquillas de mis botellines estaba medio rajada de morder con los dientes, se salía algo el agua al apretar, así que le puse cinta alrededor. Me pegué media carrera con la sensación de chupar un calcetín... Yo ya estaba con un frenesí que parecía que me había tomado una pirula (juro que no), y ya tras una visita al señor roca, que para horas lo iba a volver a ver, nos dirigimos a la salida, en medio de un ambientillo, que digo yo, cada vez más animoso.

En la zona de salida comencé a ver caras conocidas: Mónica otra vez, Estela y sus tirabuzones (que corría la Vuelta al Aneto), Flora, que hacía de escoba y que le brillaban los ojos tanto como a mí (ahí coincidimos en 2018)... Y de repente oigo que alguien me llama, era Susana (Susgar), nos echamos a reír como si fuera el día de la marmota, ahí mismo me la encontré hace 3 años, pero el domingo y después de carrera, como si fuera un zombie. Nos hicimos una foto para inmortalizar el momento, y dijo que se la mandaría a las chicas del channel de Huesqueta.

Entre saludos y abrazos no veía el momento de ir al corralito de salida, y ya finalmente me despedí de Ana y Pilar, y Mónica y Estela me acompañaron a la parte de atrás. Y ya accedí al corralito. Me encontré con la hermana de Silvia Duerto, que corría la ultra con Sergio de 080 running. La salida, delante del pabellón, la hacíamos todos juntos pero separados, cada uno en un punto rosa que había en el suelo, y con mascarilla hasta abandonar el núcleo urbano. Me dirigí a un punto rosa, y localicé a Antonio Cullell, que iba con ganas de quitarse la espinita de 2018 (ese año abandonó en Benasque, pero mes y pico después, hizo la Ultra Trail de Mont Blanc). También vi a Clara, estaba fina y fuerte (tal y como la vi en Canfranc) además de Luis y Sergio (Lanuza). Me saludó Jorge Maella, no lo conocía en persona, es amigo de Gema, una compañera de la carrera muy maja, y contactó conmigo porque había leído mis crónicas y se había animado a la ultra por eso. En qué jardín lo había metido, pero iba con ilusión y ganas, que es fundamental.

Yo ya tenía unos nervios imparables, el speaker nos iba animando, la noche era buenísima (no hacía frío), y los minutos parecían interminables. Y por fin nos dieron la salida, comenzamos a correr con ganas, jalonados por el público que había en la calle, mientras la lagrimilla quería asomarse de pura emoción. Esos minutos desde el pabellón, en este caso, y atravesando la avenida de los Tilos, son emocionantes a más no poder, de hecho son los más brutales, independientemente del resultado final. Por supuesto la llegada a meta lo es, pero esa salida es común a todos nosotros, es algo que vivimos todos y que nos une.

Salíamos de Benasque, la negrura nos iba comiendo mientras aún había gente animando, oí mi nombre en la carretera, eran Pilar y Ana en el coche (Ana volvía al camping). Yo corría con ganas para entonarme, todos íbamos a toda pastilla.

Hay unos 20 km hasta el avituallamiento del refugio de la Renclusa. Es un recorrido que prácticamente me sé de memoria, y aun con todo la memoria me confunde a veces y me simplifica tramos. Siempre corro en este tramo, porque se puede, y porque esa pequeña ventaja me viene bien para después, que soy más lenta. En este tramo me encontré con Lorenzo Mirallas, que corría con un chaval de su pueblo. Iba fuerte.

Algún corredor me debió de oír y me dijo de seguirme este tramo. Efectivamente, volví a clavar mi tiempo habitual, 3 horas y cuarto hasta el refugio. Creo que todos los años me ha salido el mismo tiempo, salvo creo que la ultra de 2018, que se me fue la perola y lo hice en tres horas porque me puse a seguir a Flora (menos mal que la dejé de seguir, era  imposible), y también cuando hice la vuelta al Aneto en 2017 a pelo (de día la cosa cambia). No es que me corriera prisa, pero el corte horario está en 4 horas y algo sí que hay que correr para que no te pille la escoba. Vamos, lo mismo de todos los años.

A las 3 y cuarto llegábamos al refugio, una voluntaria nos daba gel, nos instaba a ponernos la mascarilla (malditos tiempos de covid) y nos gruñía para que hubiera distancia de seguridad. La cosa era complicada en ese pequeño reducto, se hizo lo que se pudo. Recargué botellines, bebí coca cola, comí plátano y gominolas. Ya me había enchufado algún gel antes de llegar. Y como me estaba quedando fría y pronto llegaba Salenques, saqué el chubasquero. Ya me lo quitaría cuando entrara en calor.

Afronté la fuerte subida que me venía ahora. Luego se baja, y luego se sube, lo de siempre. En la bajada iba hablando con algún corredor que luego se convertiría en compañero de la segunda noche. En esto que estábamos bajando (yo me había atado el chubasquero a la cintura, para volvérmelo a poner después en Salenques), cuando nos topamos en medio de la noche con una corredora sentada en una piedra. El corazón me dio un mini vuelco cuando la reconocí, era Natalia Román, flamante ganadora de al menos dos ediciones de la ultra. Nos arremolinamos alrededor. “¿Estás bien?”, “¿Quieres comer algo?”, “¿Puedes seguir?”, la atosigábamos a preguntas intentando ayudarla. El estómago no le retenía ni la comida  ni la bebida, pensaba en retirarse, le decíamos que si era mejor seguir hasta el siguiente punto o retroceder. En cualquier caso, estábamos en un infierno de piedras. Seguir se antojaba inviable (Cap Llauset pillaba aún lejos) y volver a la Renclusa no era trivial (no hay acceso en automóvil, que yo sepa). No sabíamos qué hacer, no sabíamos qué aportar. Le preguntamos si estaba bien, si la dejábamos o no, y nos sentíamos idiotas perdidos por no tener más medios que ofrecer. Y finalmente ella se quedó, para volver a bajar a la Renclusa, y nosotros sumergirnos nuevamente en la noche y en el infierno de piedras que estaba por llegar.

Y Salenques apareció. Ya en 2019  le pillé el gusto a trepar entre rocas y a brincar. Suelo tardar unas 3 horas en salvar la distancia entre la Renclusa y el collado de Salenques (en 2018 fue cuando peor se me dio, las zapatillas me resbalaban en la piedra mojada). Apenas se oían palabras en medio de la noche que ya nos iba dejando, algún suspiro, respiraciones forzadas, algún traspié. Yo me había colocado otra vez el chubasquero. Iba sin bastones (me gusta sostenerme con las manos cuando hay roca), cruzamos algún nevero, trepamos por alguna roca, nos ayudamos de alguna cuerda. A lo lejos oía a los voluntarios. “Chocheeeeee”, chillé con todas mis fuerzas. Y ahí estaba Choche, en Salenques, que me dio un abrazo de oso en cuanto me vio.

Comenzaba a clarear, y al otro lado del collado, el viento nos empujaba al suelo y nos silbaba en las orejas. Madre mía qué rasca, salvé los primeros metros de descenso lo mejor que pude para evitar el frío. Empezaba la travesía hasta el refugio de Cap Llauset que se me suele atragantar, pero que esta vez se me hizo más llevadera. En la bajada, vi pasar a Clara, bajando con mucha destreza y a Luis. Me pareció ver a Sergio Lanuza (luego supe que me había confundido). Corredores en pequeños grupos me pasaban. Poco antes de las 9 de la mañana, llegaba al refugio, y me tomé mi tiempo. Yo en ese momento no lo sabía, pero estaba prácticamente calcando los tiempos de 2019. Comer, beber, coca cola, visita al baño de unas instalaciones renovadas, poner a cargar el reloj. Era hora de guardar frontal, darse crema solar, sacar las gafas de sol y guardar el chubasquero, que pintaba que no nos iba a hacer falta hasta la noche. Tocaba la subida al collado de Ballibierna. Esta vez llegué un poco antes que en 2019.

De nuevo, al otro lado del collado el viento hacía estragos. Comencé a descender en ese tramo que también se me atraganta (aunque después de esta edición, definitivamente me resulta peor esta bajada), mientras esquivaba piedras y me veía incapaz de trotar en la parte buena del sendero. Hacia el final, antes de llegar al refugio de Pescadores, oí una voz familiar, era Luciana Alves, justo me alcanzaba en ese momento junto con un corredor veterano que conoce a mi hermana. Yo justo estaba jurando en hebreo y arameo, hasta el mismísimo cimbel de las piedras. Luci volvía porque quería quitarse una espinita, y yo le decía lo que había que aprender de estas carreras.

Llegué al refugio, un voluntario me dijo que justo habían preguntado por mí, imaginé que Ana, que quería subir el Estiba Freda. Saqué los bastones que hasta ahora no había utilizado, y después de recargar pilas, comencé a subir. Justo entonces me encontré con Antonio Cullell. Vi llegar al primer corredor de la Vuelta al Aneto, iba ligero. Troté un poco por el sendero y ya empecé a subir, con todo el calor (eran las 12 del mediodía) y una modorra en aumento. Pues empezaba pronto con el sueño...

Nada más empezar a subir, vi a Ana que bajaba, había desistido en la subida por las tripas. Me corroboró que estaba clavando prácticamente los tiempos de paso de 2019, lo cual era bueno, porque eran un margen mayor sobre los cortes que en 2018. Me dije que me vería a mi paso por el camping, y seguí subiendo, al rato me daba alcance Antonio, que iba a la par que un francés de origen argelino (Djaballah) de pocas palabras (no hablaba español) pero que se convertiría en su fiel escudero el resto de horas.

Me estaba entrando sueño y me enchufé el primer gel con cafeína. Yo ya llevaba un mix majo en el cuerpo: barritas que le había comprado a mi hermana, geles que tenía por ahí de biofrutal, algunos que me dieron en la PDA de Valle de Arán... No llevaba mal las tripas ni la hidratación (el tercer botellín ahí estaba), pero ay el sueño... qué sueño... Así que me lo enchufé, y me dio un subidón, sobre las dos del mediodía llegaba a la cumbre, mientras me entraba la risa floja de ver a Ramón Ferrer haciéndome fotos. No era mi mejor subida, era similar a otras ocasiones. Mi mejor subida fue en 2018, iba tan justa de tiempo que lo hice en hora y media. Eso, y que entonces me llovió, lo cual ayudó, curiosamente.

Gran trail aneto

Me comí unas gominolas, me aseguré de tener agua a tope, y me despedí de Antonio momentáneamente, ya que me puse a correr como una loca por el sendero de bajada. Hacía más fresco y me subí los manguitos. Las piernas iban bien, dentro de lo que cabe, y pude trotar. Corredores de la vuelta, los más rápidos, me seguían dando alcance. Llegué a mi parte más odiada, el bosque “silencioso”. El bosque ya no se me hizo tan fiero, iba más ligera que otras veces, los dedos no golpeaban en las zapatillas, di algún traspiés pero iba mucho mejor que ninguna otra vez. Me pasó la primera chica de la vuelta. Pasaba por el camping a las 4 menos 10, y Ana alucinaba de lo rápido que había subido (y bajado). Seguí corriendo con ganas, me dolía algo la planta del pie izquierdo, barruntaba ampolla o similar. Y llegué a Benasque. La gente me aplaudía creyendo que me faltaba poco (y no precisamente). Pasé por un bar desde el que me dieron ánimos, eran Clara y Sergio, ¿pero qué hacían ahí? “Tirad al pabellón, que aún estáis a tiempo”, dije toda convencida; vi a Pilar, estuvo a mi par un rato, y ya me fui al pabellón. Eran las 16:20 y había registrado mi mejor vuelta al aneto, y mi mejor bajada desde Estiba Freda. Increíble pero cierto.

En Benasque tocó hacer revisión de daños. Me quité las zapatillas, húmedas, y los calcetines. Los pies estaban arrugados y húmedos, y lo que me hacía daño en la planta del pie era una arruga en la piel que iba a derivar en ampolla. Fui a que me curaran los de podoactiva (me apiado del pobre hombre), que me puso una especie de venda acolchada en la planta del pie para que amortiguara la pisada. Algo apañaba, y molestaba menos. Cambio de calcetines, y cambio de camiseta, cambié el botellín de la boquilla chunga, y nada de ducha, paso por el baño sí. No me quería relajar demasiado, que nos conocemos. En Benasque llevaban ya rato Jorge Mallén (que se había duchado) y dos valencianos, Fran y Paolo. Ellos salieron un poco antes que yo. Antonio había llegado al poco y yo ya salí, para no amodorrarme demasiado.

Yo sabía que este punto de inflexión era fundamental. Si conseguía llegar a Eriste con ganas, no iba a abandonar. Hacía calor pero me encontraba bien, dentro de lo que cabe. Así que empecé a subir con ganas el sendero que me llevaba al molino de Cerler. Tampoco con demasiada prisa, esta es una etapa de concienciación y acondicionamiento para lo que queda. Mientras, bajaban corredores del maratón de las Tucas. Al poco me alcanzaron Antonio y el francés. Me cruzaba con caras conocidas: Ana Gracia, Miguel Ángel Audina... “¿Pero tú a cuánta gente conoces?”, me preguntaba Antonio sorprendido. Y ahí de repente, el señor Toledo y Jordi, olé, olé y olé. Hacían Tucas de tranquis, inmortalizamos el momento (madre mía el careto que llevaba) y yo seguí para arriba, y ellos para abajo... En la zona de llaneo de Cerler, las vi a lo lejos, Mónica y Paula, nos fundimos en un apapacho, y seguí el camino. Los corredores nos animaban a nuestro paso, mientras nos decían “campeones” y “valientes”. Locos del coco, más bien...

La bajada a Eriste me la obligué a hacer medio trotando. Antonio andaba jodido de los pies pero caminaba rápido. Llegamos a Anciles, y me dijeron que aún quedaban 2 km al avituallamiento (no me acordaba de eso). Y por fin llegué a Eriste, eran las 7 y cuarto de la tarde, era de día, y la cosa pintaba bien. Ahí estaba Neme, Óscar y Susana Tamargo. “Miraaaa quién viene”. “No vuelvo”, les decía. Se reían y no me creían, pero en mi fuero interno lo decía con plena convicción. De completar la ultra, lo de volver no iba a ser inmediato precisamente... Con la de carreras que me quedaban por hacer...

Saqué el frontal que en un par de horas iba a necesitar, guardé las gafas de sol, volví a recargar botellines y comí algo. No íbamos nada mal de tiempo, dentro de lo que cabe. Qué leches, iba a subir el Ángel Orús de día, eso era nuevo para mí.

Salimos los tres, caminando a paso rápido, mientras nos cruzábamos con algún rezagado del maratón de las Tucas. Antes de llegar a la pista de Eriste, yo ya había abandonado mentalmente hace dos años. No era el caso de este año. Seguimos caminando hasta alcanzar el asfalto de la pista, y ahí alcanzamos a Jorge y los dos valencianos (Fran y Paolo). Medio corriendo medio andando, los km iban cayendo. Me entró sueño y Paolo me dio una pastilla de cafeína. El gel que me había tomado poco antes no me había hecho demasiado efecto.

Jorge dijo que tenía mucho sueño, que quería tumbarse a un lado hasta que le dieran alcance los escobas. Le dijimos que era una malísima idea, los escobas aún tardarían en pasar (recuerdo que hasta las 9 y pico de la noche no salimos de Eriste la otra vez), que mejor que subiera al menos al refugio o ya que bajara a Eriste. Seguimos avanzando, y Paolo avisó al conductor del minibús, que recorría esa pista asfaltada, para que recogiera a Jorge. Así que Jorge cogía el bus y dejaba la carrera.

Seguimos avanzando hasta la cascada de Espigantosa, que no veía a la luz del día desde el maratón de las Tucas de 2016. Ahí Paolo echó en falta el móvil, se lo había dejado antes donde se había sentado así que se fue a buscarlo corriendo 3 km atrás. Fran se quedó esperándolo, y Antonio, el francés y yo tirábamos para el refugio, que éramos más lentos.

La pista asfaltada poco a poco fue dando lugar a un sendero, a ratos caminábamos y a ratos trotábamos. Antonio también se conocía ese sendero del maratón de las Tucas (ahí se hace de bajada), y yo recordaba trozos en la subida de 2018. Pero ambos habíamos simplificado los recuerdos, y el sendero se nos hizo más largo de lo que creíamos recordar. De bajada me crucé con Marta Bona, que ejercía de escoba en este tramo, iba con un corredor que iba justo para llegar al corte. Y seguimos subiendo. El refugio no se veía y cada vez estaba más oscuro.

Ya habíamos encendido los frontales cuando por fin escuchamos a los voluntarios en el refugio. Eran las 10 de la noche y por fin lo alcanzamos. Nos colocamos la mascarilla y pasamos al refugio. La mujer que me dio caldo Aneto, ahí volvía a estar. Se rió al verme, y me ofreció de nuevo caldo “con bien de fideos, que ya verás lo bien que te sentará”, que acepté sin rechistar, ella sí que sabe. Me ofreció sándwich, no me apetecía pan bimbo pero me dio unas lonchas de jamón york que no dudé en engullir. Y un café, a ver si espabilaba. Saqué el chubasquero, el sol había caído completamente y la noche se antojaba fresca, la subida a la Forqueta iba a ser divertida. Enseguida llegaron Paolo y Fran, subieron en tiempo récord. Yo me estaba quedando fría y me entraron tiritonas, tantas que ni ganas tenía de enredar con un gatico que había por el refugio (¿de dónde había salido?), y otra voluntaria me dijo de pasar a una salita adentro, cosa que hice. Me tapó con una manta térmica y aunque no dormí, entré en calor y descansé un poco. Antonio cerró un poco los ojos y ya al final dijimos de arrancar, más que nada porque si no nos iba a costar una eternidad. Paolo y Fran ya habían salido, y sus frontales ya se divisaban a lo lejos en medio de la noche.

Rellenamos botellines (que no nos engañara la noche, había que seguir bebiendo agua), y emprendimos la subida hacia el collado de la Forqueta. Yo había guardado los bastones porque sabía que había pedrolos al principio, hasta el cruce con la maratón de las Tucas. Entré en calor enseguida pero no me quité el chubasquero. Poco a poco nos fuimos alejando del refugio, y poco a poco fuimos dejando atrás las piedras grandes. En un momento dado, en el puente roto, di alcance a Paolo y Fran, les hice una foto y ya volvieron a tirar para adelante. El sendero seguía serpenteante hacia arriba, la luz de la luna reflejaba en el ibón que yo recordaba de hacía tres años, intuíamos una luz en lo alto del collado, y el sueño hizo aparición. En medio de la subida, los ojos me hacían ver alucinaciones, formas en las rocas. Le dije a Antonio que el sueño era tremendo, e hicimos una pequeña parada de apenas 5 minutos, los microsueños que nos permitirían desconectar brevemente para poder seguir. No más de 5 minutos, enseguida te quedabas frío y te volvías a espabilar. El francés nos acompañaba, y paraba cuando parábamos. Creo que sabía que era mucho mejor ir acompañado.

Abajo se adivinaban frontales, intuía que eran los escobas que pronto nos alcanzarían. Seguimos subiendo y por fin alcanzamos lo alto del collado, donde los voluntarios nos esperaban, abrigados hasta las cejas, ya que el viento era tremendo allá arriba. Lo que tenían que aguantar los pobres... Así que sin más dilación, comenzamos la larga bajada hasta el refugio de Biadós, que yo recordaba eterna. Esta vez, no había canciones de Scofield en lo alto de la Forqueta.

En 2018 yo necesité crampones para salvar algún nevero en el descenso. Este año los neveros brillaban por su ausencia, y tocó bajarse enterita toda la pedrera. Terreno descompuesto, piedras que se movían, y no eran alucinaciones, la primera parte se hizo eterna. Yo iba muy despacio, Antonio tampoco tenía ganas de ir más rápido. A lo lejos en la lontananza se adivinaba la luz del refugio, y frontales de corredores que iban por delante (Fran y Paolo, suponía). El descenso seguía y seguía, y el terreno no mejoraba nunca. Yo estaba con el gorro del chubasquero calado hasta las orejas, notaba los labios cortados del viento y hasta me había puesto los guantes largos. Bendito material obligatorio, lo que cambiaba la meteorología... Tras lo que pareció una eternidad, por fin alcanzamos la zona de bosque, cruzamos el río en el que me caí hace tres años, y seguimos medo trotando medio andando por un sendero más llevadero.

Me entraron ganas de correr y tiré ligeramente para adelante, y alcancé el refugio sobre las 4 menos cuarto de la mañana. A mi encuentro salió un voluntario, que resultó ser Manolo Aragón (amigo de Tony de mi club). Me esperaba con una tableta de chocolate Milka que había guardado como oro en paño. Yo me senté, mientras bebía café y di buena cuenta de la tableta, no pude con ella entera pero le di un buen bocado. Madre mía, me dio la vida. Al poco llegaron Antonio y el francés.

Entonces aparecieron los escobas, Chema, Pau y Ángel, con los últimos corredores de la ultra. Chema me saludó efusivamente, me animó a unirme a su grupeta, pero como diría Arya Stark, “Not today”. Son más majos que las pesetas y me han dado unas noches gloriosas, pero hoy no quería ir con los escobas, hoy tenía que tirar un poco más. Estuve un rato charrando con Ángel, y volvía a jurar y perjurar que “no volvía en mi puta vida”, y le decía a un voluntario que si acaso volvía de voluntaria, y que me pedía Biadós, y se reía y decía “pues te lo pasarás muy bien”. Algunos corredores estaban a refugio para no coger frío, y yo finalmente, azuzada por media tableta de Milka (y según Chema, porque me había cambiado la cara al verlo), decidí salir para afrontar el último collado con todo mi ímpetu.

Y salí toda decidida a las 4 de la mañana, caminando a paso firme por las dos últimas subidas. La primera más tendida, ahí me amanecía en 2018. La modorra volvió a aparecer y ya esperé que apareciera Antonio con el francés. Volvimos a hacer una microparada, y decidimos seguir. Venga, que ya no quedaba nada para que saliera el sol y todo se viera de una forma distinta...

Tras esta subida, cruzamos el río, y encaramos la subida al collado de Estós. Se veían corredores como hormiguitas a los lejos, y poco a poco el sol comenzó a aparecer y a templar el ambiente. Me dio un subidón y comencé a subir con más ganas. No tardé mucho en ver a un corredor que subía como si no hubiera un mañana, era Pau Jordán, se había marcado un cambio de ritmo porque le había entrado sueño, estuvimos hablando un rato de la tesis y de las carreras. Siguió para adelante a ritmo fuerte. Alcancé lo alto del collado, otra vez el aire hizo aparición, y un voluntario, refugiado en una tienda de campaña, salió a mi encuentro para chequear mi dorsal. El papel donde anotaba los dorsales salió volando, hasta luego MariCarmen.

Comencé a bajar con ligereza, el terreno lo permitía aunque había algo de piedra suelta. Me alcanzaron Antonio y el francés, vimos a un par de marmotas, me explicó que los sonidos que se oían no eran pájaros, si no las marmotas hablando entre ellas. El cansancio me hizo dar un mal paso, culo al suelo y golpe con una piedra, moratón al canto (uno más para la colección). Pronto dejamos atrás las piedras, el sendero comenzó a mejorar y a hacer más calor. Pau se había tumbado, esperando al resto de escobas. El refugio se adivinaba detrás de una loma, se hacía de rogar. A las 9 menos 20 lo alcanzábamos. Prácticamente lo teníamos hecho.

Ahí en el refugio nos pusimos guapos para la foto. Recogí los bastones, el chubasquero, los guantes, el frontal, volví a sacar las gafas de sol, intenté curarme los labios cortados, bebí coca cola y me comí unas gominolas. Poco después creo que llegó Fran (Paolo había tenido que abandonar en Biadós por culpa de unas ampollas enormes en los laterales del pie). Como le dije a Antonio, me iba a poner a correr, aún me quedaba algo de cuerda. A él le dolían mucho los pies y optó por caminar a paso ligero. Nos despedimos ahí. Y me puse a correr.

Bueno, correr de aquellas formas. Corre que te corre, me cruzaba con senderistas que aplaudían y me decían, y esta vez sí, que ya lo tenía casi. Hacía calor pero ya daba igual, estaba riendo sola, se me saltaba la lagrimilla de la emoción. Me entraron ganas de mear, ¿es posible con lo poco que quedaba? Un km, otro km, así hasta completar los 12 que me quedaban hasta meta. En 2018 este tramo lo hice en algo menos de dos horas, porque me dio un siroco y se lo prometí a Scofield. Ahora iba con la gasolina algo más justa, y este tramo me llevó unas 2 horas 10 minutos. Antes de llegar a Benasque, me encontré con Miguel Ángel Audina, una vez que terminó Tucas me había hecho el seguimiento, y comenzó a trotar a mi par en los últimos metros que me separaban hasta la meta.

Y entré en Benasque, gente aplaudiendo, animando, gritos de ánimo, y ya por fin la última recta hasta el pabellón. Ahí estaba Ana, Mariano Navascués, y caras conocidas que aplaudían. Y entré en meta, 34 horas y 49 minutos después de dar el pistoletazo de salida el viernes noche, contenta como unas castañuelas y con la risa floja.

Ahí en meta me fundí en abrazos con Silvia Duerto (su hermana se había marcado una carrera espectacular en un debut impecable), Choche, su mujer Begoña, Ana, Miguel Ángel... Estaba yo con un chute infinito de endorfinas cuando una voluntaria me quitó del hombro el GPS de seguimiento. Me lo quitó con tal ímpetu que me cortó la goma de la mochila que sirve para sujetar los bastones, pero de eso me di cuenta después. Me fui a la carpa a tomar algo, y poco después vi llegar a Fran. No llegué a ver a Antonio porque me  fui al pabellón. Pregunté si me podía duchar, primero me dijeron que no por protocolo covid. Lo volví a peguntar (en la parada en Benasque, la peña de la ultra se había duchado, cierto) y dijeron que sí. A la salida estuve un rato hablando con Mónica y Ánchel, que me habían estado siguiendo. Mónica me preguntó que en qué momento tuve claro que lo iba a conseguir. Eso nunca se sabe, pero tuve muy claro que pasado Eriste, no abandonaba si el cuerpo acompañaba.

Ya nos marchamos Ana y yo, ella ya había bajado los bártulos del camping, y se encargó de llevar el coche a la vuelta. Yo estaba entre la vigilia y el sueño, pero no me llegué a dormir, aunque estaba completamente molida. Le escribí a Natalia, y me contó que a pesar de bajar con los escobas, llegó un momento en el que necesitó asistencia. Afortunadamente, ya estaba mejor y recuperada. Me costó un par de días (tres) recuperar el sueño perdido (y cambiado). Las piernas, curiosamente, estaban bastante bien, supongo que con el tiempo vas aprendiendo a llevar mejor la hidratación y alimentación en carrera.

Después de esta crónica, toca la parte de las reflexiones, las conclusiones y los agradecimientos.

Lo primero, doy las gracias a la organización por sacar adelante esta prueba en unos tiempos que siguen convulsos, extraños. Los protocolos covid lo adulteran todo un poco, pero emociona ir saliendo del hoyo y que se vaya recuperando una relativa normalidad. No sé si la alcanzaremos plenamente, pero estas cosicas nos hacen recuperar la ilusión. Imagino que fue complicado tomar la decisión de sólo realizar las tres pruebas más largas, pero confío en que el año que viene, Benasque volverá a vivir el ambiente que se merece. Ojalá.

Doy infinitas gracias, y me quedo corta, a todos y cada uno de los voluntarios con los que me topé en el camino. Por sus palabras, por su cariño, por sus ojos sonrientes, por su amabilidad, juro que sentí un cariño total y absoluto en sus acciones, a la hora de tratarme, a la hora de hablarme. Fueron especialmente cálidos, espero haber correspondido con mis acciones. Caras conocidas, caras amigas: Choche, Ángel, Neme, Óscar, Susana, y cómo no, “la señora que me dio caldo Aneto”, la verdad que no sé su nombre, me la he encontrado dos veces en el refugio de Bachimaña en mis fallidas Ultras de Tena, y dos veces en el refugio de Ángel Orús. Es un clásico ya. No dudó en cambiarme los calcetines en 2018; esta vez hice los deberes en Benasque tras la primera vuelta, es lo que tiene ir con tiempo. Una mujer amable y cariñosa, con un corazón de oro. Voluntarios en lo alto de los collados, hora tras hora, a pesar el viento, a pesar del frío. Todo homenaje se queda corto. Me dais alas en estas carreras, sois un refugio, sois un tesoro.

Gracias a mi familia (mis padres y mi hermana) y a mi gente por el seguimiento, por emocionaros y emocionarme, por vuestras palabras de aliento; mi padre en concreto apenas pegó ojo, continuamente comprobaba dónde estaba, sintió un vuelco cuando me detuve tanto rato en Benasque. Os quiero, de corazón.

Gracias a Pilar y Ana por los momentos pre carrera, por emocionaros tanto como yo, y a Ana en particular por llevarme de una pieza a casa. Eso fue un regalo. Nos creemos super héroes, pero no los somos, necesitamos descansar, y tenemos un límite, y no pasa nada por tenerlo. Ante todo y sobre todo lo importante es nuestra integridad.

Y gracias a Antonio Cullell, al francés silencioso, a los valencianos, porque la segunda noche hubiera sido mucho más dura de no apoyarnos unos a otros.

Las reflexiones tras una carrera así vienen solas. Somos afortunados, cuando las necesidades más básicas están cubiertas, nos podemos permitir el lujo de poder soñar muy alto, de proponernos retos, de vivir aventuras. A todos los corredores y corredoras que participasteis en el evento os doy mi más sincera enhorabuena, independientemente del resultado, lo importante es la intensidad con que lo vivís. A Natalia Román, eres una campeona, una tía grande: hace unos años en una entrevista dijiste que lo más importante era nuestra integridad y nuestra salud, y tenías toda la razón. He aprendido mucho de ti. A Antonio Cullell: perseverancia y constancia, al final han dado sus frutos, no te merecías menos. A Clara: me descubro ante ti, eres una campeona de la cabeza a los pies, una tía brava. De mayor quiero ser como tú, y bien sabes que no lo digo a malas, eres incombustible y espero poder seguir tu ejemplo. A Luci: cariño, no olvides nunca lo que de verdad importa, eres un amor de tía.

Mis conclusiones son que, sin duda alguna, lo que más me apasiona es la larga distancia. No porque crea que es mejor, que cuanta más distancia mejor, o porque, como decimos en mi club de coña, “por menos de 20 km no me levanto de la cama”. No, ahora en serio, no es eso ni mucho menos. A mi particularmente me gusta porque me gusta el reto que me supone, porque me encuentro a gusto, porque a pesar de los momentos de sufrimiento, la disfruto. Admiro a la gente que brilla y vuela en las distancias cortas, desde luego que no es mi caso. Por eso estos retos no hay que fijárselos en pos de una moda pasajera, hay que fijárselos porque a uno realmente le apasiona. Por eso cuando alguien a quien no le gusta correr pregunta que qué puede hacer para que le guste, la respuesta en sencilla: “Busca aquello que te apasione”.

Me decía Natalia que no tenemos que demostrar nada a nadie, ni siquiera a nosotros mismos. Y tiene razón. Gracias a esta ultra he descubierto que mi retirada voluntaria en 2019 fue más que acertada, que aunque hubiera querido seguir, probablemente lo hubiera pagado con una deshidratación severa. Y he descubierto también lo importante que es hacer caso a las señales que emite tu cuerpo, a mimarlo, a cuidarlo, es al fin y al cabo el templo que nos albergará.

Cuidaos mucho, proponeos retos, vivid la vida, todo eso es lo que lleváis por delante. Yo seguiré soñando todo lo que pueda, en septiembre toca otro reto, Canfranc-Canfranc 100, los 100 km más largos del mundo. No sé lo que saldrá, pero voy acompañada de alguno de mis azulillos, así que lo pasaremos bien. A esta ultra, la del Aneto, no vuelvo, de momento, anda que no hay carreras, pero a Benasque claro que volveré, aunque sea a otras de las distancias.

Ahora me toca desconectar y recargar pilas en vacaciones, cosa que necesito poderosamente. Nos vemos a la vuelta; nos vemos por los caminos ;)

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