GRAN TRAIL DE COSTA BLANCA, casi 100 km y 6000m D+ (ni rastro de Maria Jesús y su acordeón)

la_hansen
Carreras de montaña
08/04/2022

Vaya por delante, como diría Jordi el de mi club, que esta ultra no estaba en los planes iniciales del año. Entre la ultra del Aneto Posets y la de la Canfranc, iba servida. Me tentaba, pero no demasiado. Lo que pasa que al final se combinaron una serie de factores que desencadenaron la tormenta perfecta: el abandono de Canfranc, la insistencia del señor Toledo (“Lo vamos a pasar GEBIAL”), y la invitación de Elena, la chica a la que conocí y con la que compartí tantas horas en Canfranc, que me abría las puertas de su casa para que fuera. Ella hacía la de 75 km en Costa Blanca, que bastante paliza se pegó en Canfranc al terminarla. Así que, Visa en mano, me apunté sin pestañear a la ultra más larga de Costa Blanca Trails.

Conforme pasaban los días, y las semanas, me fui un poco arrepintiendo. El tiempo ya no era tan bueno como en el verano, los días acortaban y las noches se antojaban muy largas. En mi caso, las ultras son para el verano. Pero bueno, que ya no había marcha atrás. A lo que me quise dar cuenta, llegó el fin de semana de la carrera, 19 de noviembre. Me había cogido fiesta ese mismo viernes, más que nada porque había que conducir hasta Finestrat.

En una primera avanzadilla fueron en un coche Óscar, Corle, Carl y Jordi. Todos ellos corrían la maratón, y un poco más tarde (iba agobiada) salía yo con Quique Toledo, los dos únicos destalentados que íbamos a la larga. El viaje fue tranquilo, no pillamos atasco en Valencia y la verdad que llegamos a una hora razonable a Finestrat, fuimos a recoger los dorsales lo primero. Los augurios en cuanto al tiempo eran muy malos de inicio, gota fría en Valencia, pero el cielo estaba bastante despejado, a lo mejor con suerte respetaba la climatología. A lo lejos se veía el Puig Campana, y la canal aparentemente muy empinada por la que íbamos a subir a su cumbre.

Recogimos los dorsales, y esperamos al resto de la cuadrilla. También estaba Lorenzo, pero él venía con la familia. Yo esperaba ahí a Elena, que me dejaba una copia de sus llaves, ya que presumiblemente yo iba a llegar mucho más tarde que ella. Estuve con ella un rato y con su chico. Ya me empezaba a doler la cabeza pero bien, y nos marchamos al apartamento de estos en Villajoyosa, donde dormían los 5. Justo antes de coger el coche, me encontré con Paula Bueno, que corría la maratón.

Llegamos al apartamento, me tomé un ibuprofeno y traté de descansar un poco. Había comido algo antes de salir con el coche y no tenía demasiado apetito. Ni ganas. Me puse la ropa de faena, iba con mallas ¾ pero casi me apetecía ir de largo. Me tumbé, y la cabeza me daba volteretas.

A lo que casi pillaba el sueño, tocó levantarse. Quique y yo, arropados por los compañeros, nos marchamos hacia Finestrat. Aparcamos y nos dirigimos hacia la salida, que era a las 11 de la noche. Por megafonía, nos dijeron que por el estado del terreno, se habían visto obligados a recortar un pequeño trozo y que la distancia final no alcanzaba los 100 km, que se quedaba en 97, pero que si nos quedaban ganas, que diéramos una vuelta más... Me iba a quedar con ganas, seguro que sí...

Nos dirigimos al arco de salida. Multitud de colores, frontales, una chavala con una falda monísima, y un ambiente creciente. Quique y yo íbamos como pareja mixta, así que la idea era ir juntos. Y arrancamos. La gente empezó a correr como si no hubiera un mañana por las calles de Finestrat. La lluvia había respetado (luego en carrera nos cayó algún rato, pero muy fina), pero hacía algo de fresco, aunque enseguida entré en calor. Luego comprendí por qué la gente  iba como pollo sin cabeza: tras cruzar el pueblo, emprendíamos el estrecho y empinado sendero hacia la cumbre del Puig Campana.

Se hizo tapón. La gente aflojó, y empezaron a oírse resoplidos. Yo sólo veía al de delante y las piedras del camino. Un chaval destalentado casi me incrusta los palos en el cerebelo. Majete, que hay que llevar las puntas hacia adelante... Vi a unos corredores con la camiseta de “A TO TRAPO”. Me acordé de la runner alicantina (una mujer madura pero estupenda que corría antaño en ese club) y la nombré, haciendo hincapié en lo muy fans que eran los de mi club. Y que la había llegado a conocer (maratón de 2016 de Zaragoza) y que la tía era maja. En general, me secundaban, pero aún hubo algún comentario a mala baba en plan “postureta”, “florero” o vete a saber qué (y prefiero no saberlo).

Quique iba un poco por delante. Se oyó un estruendo, y al grito de “piedra”, un enorme pedrolo cayó rodando cuesta abajo, mientras lo esquivábamos. Quique se volvió hacia mí, lívido. Para habernos matado...

Sube que te sube, llegamos a la cumbre de Puig Campana (1406 m), algo más de una hora y media después de haber arrancado. Y km vertical que había caído. En la cumbre, la niebla impedía apreciar las luces de las ciudades. Sin más dilación, emprendimos la bajada.

De la bajada me acuerdo lo justo y nada por diversos motivos. Primero, que la neblina me impedía distinguir paisajes; segundo, que me estaba costando la vida distinguir las señales, desprovistas la mayoría de reflectantes, y tercero, que iba agobiada porque los de atrás bajaban a toda hostia. Las piedras de la bajada, redondeadas, resbalaban con la humedad, y hubo algún culetazo. Pasamos por un avituallamiento en el que me paré lo justo, y tras una subida, seguimos bajando en un camino que mejoraba bastante hasta el punto de control del Helipuerto de Polop (km 12,3).

Ahí me esperaba Quique. Me senté y comí algo, un voluntario nos dijo que íbamos fenomenal de tiempo. Eran las 2 y cuarto de la mañana. Saqué la hoja de control de paso toda confiada, y me preguntó Quique que cuándo era el corte horario. “Las 2 y media de la mañana”, le dije con los ojos como platos. Me miró, y me dijo las dos palabras que más se repetirían a lo largo de la noche (y el posterior día): “NO LLEGAMOS”.

Salimos del control pitando y nos adentramos en la oscuridad más inmensa de la noche toledana, en sentido literal. Durante las siguientes 5 horas antes de que amaneciera, pasamos por Font del Pi (26,8km) y Benimantell (33,1 km). Todas esas horas fueron un continuo de senderos, algunos semi embarrados, “no llegamos” de Quique, piedras que resbalaban, cintas que a veces dejaba de ver (confusión en el km 30) y la negrura más absoluta. Noche demoledora, y no por lo técnico del terreno precisamente.

El amanecer (pasadas las 7 de la mañana) me pilló subiendo la Mallada del Llop. Quique iba a fuego por delante, y yo tenía justo detrás a José Miguel (asiduo a estas carreras), así que pillamos palique. De carreras pasadas y futuras, no dejábamos de cascar en un sendero interminable hacia arriba, embarrado y con algún que otro matorral que me estaba dejando las piernas como si hubiera peleado con un gato y que me hacía sentir como si viviera el día de la marmota. Le dije al corredor de detrás que si quería pasar adelante, pero me dijo que estaba muy entretenido con la tertulia radiofónica.

En la cumbre, me hice foto con Quique. Ni pudimos apreciar el paisaje, y eso que entonces estaba algo más despejado. Seguimos nuestro camino, pasando por Pla de la Casa y Recingle Alt (49 km). Yo perdí a Quique en la bajada, me costaba un poco seguirle el ritmo. En el avituallamiento pasado Recingle Alt, traté de mandarle un WhatApp a Quique diciéndole que siguiera sin mí. Yo le veía que podía tirar mucho más, y ni mucho menos quería ser un estorbo, pero no había cobertura, y no conseguí mandarle el mensaje. Los voluntarios me dijeron que quedaba poco para el siguiente avituallamiento (estaba a 10 km de distancia), donde se ubicaba la bolsa de vida. Le metí el turbo y traté de llegar lo antes posible. Una vez alcanzado el asfalto en Abdet, un hombre en coche me dijo que mi amigo me estaba esperando en el avituallamiento. Iba tan empanada que creía que era Lorenzo, cuando se supone que estaba corriendo. Evidentemente, no era él, pero no lo supe hasta el día siguiente.

Llegué por fin a Confrides (km 58), eran cerca de las 12 del mediodía, Quique estaba afuera. Me comentó que le habían dicho los voluntarios que debíamos entrar juntos o con pocos minutos de margen en los controles para que contáramos como equipo. Le dije mis inquietudes, que tirara para adelante, que no pasaba nada, y me insistió en que no, que mejor juntos, que ya tiraría el uno del otro, pero que siguiéramos así. Entré al avituallamiento, me cambié de calcetines, y me puse a comer, mientras le daba palique en inglés a la chavala de la falda que había visto en la salida. Corría con su pareja, yo pensaba que eran franceses pero no, eran americanos. Muy majos los dos. Y después de ponerme hasta el cimbel de conguitos, salí con Quique, rumbo a la cumbre del Aitana.

Cuando llevaba 400 metros, me rallé y le dije que no sabía dónde había dejado los calcetines que me había quitado. Manías mías, porque son unos que me gustan (no me hacen ninguna ampolla) corrí cagando leches al avituallamiento de vuelta, mientras Quique agitaba la cabeza del sprint a lo loco que me estaba arreando. Nada, que estaban donde tenían que estar, en la bolsa de vida. Y ahora sí que sí, rumbo al Aitana. Aunque hacía algo más de calor, no se hacía pesado (además que de cuando en cuando parecía que medio lloviznaba). La subida era por un sendero muy definido que invitaba a correr. Así lo hicimos. Además, me dijo Quique que a ver si adelantábamos a la pareja de americanos (creyó que iban terceros), y tela marinera la caña que nos metimos subiendo. Efectivamente, los pillamos en la subida. Otra cosa no, pero subir, subo bien. Bajar, no, por mucho que Quique intentara guiarme.

Alcanzamos la cumbre (o casi) del Aitana (1558 m). Digo casi porque no se puede acceder a la base militar de la misma. De nuevo había una nube cansina encima de nosotros, y no se apreciaba el paisaje. El terreno era seco, y con piedras pequeñas. Un fotógrafo en la cima nos hacía reír para que posáramos. Comimos lo justo en el avituallamiento (descubrí que unos cuadraditos que habían pasado desapercibidos eran pequeñas chocolatinas), y emprendimos la bajada.

Quique empezó a hacer cuentas mentales de los km y las horas transcurridas. Llevábamos más de 13 horas en movimiento, el tiempo límite eran 25 horas, y mis augurios iniciales eran de unas 21-22 horas (o eso hubiera querido). La cumbre del Aitana era el km 68, eso quería decir que nos quedaban unos 30 por delante, y Quique me decía que imposible, que si íbamos a ritmo de pocos km por hora que era imposible. Yo le decía que seguro que sí, que me habían jurado y perjurado que pasado Sella, la cosa era mucho más sencilla, y que además el terreno era corrible, que vamos, que seguro que llegábamos bien. Pero nada, él erre que erre con el “no llegamos”. Y venga a correr. Eso sí, la bajada lo permitía totalmente, así que dale, a correr. Ya nos dolía el alma y las entrañas, pero las ganas de llegar se apoderaban de todo.

Unas dos horas después, más o menos, llegamos al pequeño avituallamiento de Pouet del Alemany (km 77), ubicado antes de la bajada a Sella (que tanto miedo me habían metido ya). En ese avituallamiento, que también paramos lo justo, nos encontramos a dos chavales corriendo la de (creo que) 75, que juro que parecía que se habían escapado de la ruta del Bacalao (les pillaba cerca). Más apretados que los tornillos de un submarino, nos decía uno: “Sí, sí, neng, que llegáis, que he hecho cuentas y llegamos a esta hora de la noche”. 100 metros más adelante, el neng le decía al otro neng “Eh tío, que se me sube la bola, espera, espera, dame eso”. Eran cuanto menos curioso, y admito que me quedé con las ganas de saber si, realmente, llegaron a la hora de la cena con las parientas.

Tiramos para adelante. Tras un llaneo, llegaba la empinada bajada a Sella (km 82,5). Es cierto que no era buena (para mi), pero tampoco era terrible. Ya me había topado con alguna así. En la bajada, se me fue Quique. Oí mi nombre por detrás, era Elena, haciendo la de 75. En mitad de la bajada, exclamé un “Herregod” que me salió del alma, al ver bajar a un corredor con la bandera de Noruega. Nórdicos y la costa valenciana, ya se sabe.

Alcancé la zona asfaltada, y vi a un chico animando, que me animó también, sorpresa mayúscula al ver que era Juan Nieto, un corredor con el que coincidí en el Gran Trail de Peñalara. Ya una vez con Quique, recuperamos un poco antes de salir. Ya en breves iba a atardecer, pero ya nos quedaba menos. Había mucha animación en la calle, no recuerdo si eran fiestas, pero tenían una buena montada en ese pueblo.

Empezamos a correr por el asfalto y nos juntamos con José Miguel otra vez, iba con un colega. Íbamos hablando, y aunque se podía correr, alternábamos caminar y correr. José Miguel me dijo que si me podía echar un piropo, me eché a reír: “Eres de las que mejor maneja los palos, ya que vas con cuidado de no dar al de detrás”. Me eché a reír aún más fuerte. Yo con los palos he tenido cuando menos una relación complicada: rompí un palo de Jordi en la maratón de las Tucas, se me cayeron en las pasarelas del río Vero en mi primera ultra de Guara Somontano (los recuperé, eso sí, que encima eran de Isabel de Trail Running Zaragoza), fui incapaz de usar uno de ellos en la ultra de Tena porque se me había quedado atascado del óxido, y creo que con esto ya completo el cupo de anécdotas. Después de eso, he aprendido a usarlos, y eso que soy muy reacia a usarlos de primeras porque me gusta tener las manos libres en los tramos técnicos.

Se nos hizo la noche, y seguimos corriendo lo que nos permitían las piernas. De verdad que pensábamos que la cosa no se podía complicar hasta que de repente el camino nos hacía descender a no sé sabe muy bien qué era (porque no se veía nada), en un tramo que nos hacía llevarnos las manos a la cabeza. Que lo mismo de día pues no era tan complicado, pero entre el cansancio, los km, y la noche toledana... pues eso. Paso del Goleró se llama, que me he molestado en buscarlo en Google Maps. Salimos desde ese sitio y las marcas nos hicieron casi confundirnos, teniendo que retroceder sobre nuestros pasos. Al final se hizo la luz (que no del día) pero sí del camino, y se despejó un poco. José Miguel se quedó un poco atrás con su amigo. Quique y yo alternábamos caminar y correr. Parecía que no íbamos a llegar a ninguna parte.

Tocó descender otra vez, yo veía luces y no me quedaba nada claro hacia dónde había que ir. Se empezó a oír música, y por fin alcanzamos el último avituallamiento de Mas del Oficial (km 90 y tantos). Yo ya no sabía ni lo que comer, llevaba buen revoltijo de tripas. No nos entretuvimos mucho y seguimos apara adelante, que se supone que nos quedaba el canto de un duro. Otros 5 km más, chúpate esa mandarina.

La ausencia de referencias lumínicas desmoralizaba un poco. Empezamos otra vez a subir (¿en serio?) para ya por fin bajar. Íbamos ya con ganas de acabar hasta que llegó la confusión. De repente, al final del camino, un coche parado nos iluminaba hacia un sendero. Deslumbrados como los conejillos de la carretera, nos pusimos a subir por el sendero, a la par de un par de chavalas que hacían la de 75 y un corredor más, extrañados un poco. Llevábamos ya un cacho cuando una de ellas se para y dice “Pero si estamos subiendo otra vez el Puig Campana”. ¿En serio? Así era. Con la confusión de las luces, no habíamos visto que había señales hacia otra parte del sendero, la correcta para ser exactos. La ausencia de señales deshaciendo la confusión nos llevó a tirar para arriba como si no hubiera un mañana, que lo mismo nos cascan 30 más y los hacemos. Y que alguien me diga qué hacía ese coche deslumbrando....

A estas alturas, Quique y yo no teníamos ni gota gana de correr. La moza que se había dado cuenta iba cabreada como una mona, y quería recortar por el pueblo. A mí me daba la sensación de haber corrido como poco dos ultras, y Quique y yo estábamos hasta el mismísimo cimbel. Así que medio trotamos, medio caminamos, por el km que nos restaba hasta llegar a la meta cansados hasta las trancas, cruzándola por fin después de 22 horas y 33 minutos que se habían hecho eternos. Nos daba rabia andar con el ánimo tan bajo por culpa del lío de marcas del final, pero en mi caso, poco a poco fui desechando esos pensamientos.

Preguntamos por nuestra clasificación como equipos mixtos, y resultó que rien de rien. Se me ocurrió preguntar por mi clasificación como veterana y, sorpresa, era la tercera. Alegría inesperada después de tantas horas. José Miguel y su amigo habían llegado algo antes, no se habían liado como nosotros a subir el Puig Campana OTRA VEZ. Ya en meta, nos sentamos un rato para tratar de recuperar, y nos arreamos un bocata. Al poco rato llegaron la pareja de americanos, se alegraron mucho de vernos. Subí a por mi trofeo, oliendo a choto, claro está. Sin mucha más dilación, llevé a Quique al apartamento, y yo, muerta de sueño, me fui para la casa de Elena, donde la pobre me esperaba al pie del cañón. Cené algo y hablé un rato con ella y su chico, pero estaba absolutamente molida, y después de una ducha, me metí a la cama agotada. Y eso que el sueño lo había gestionado bastante bien, a pesar de la noche en vela.

Amanecí con unas agujetas muy majas y un cuerpo jotero que quitaba el sentido, y tras recibir una llamada de Quique en la que me susurraba “no llegamos” (qué noche la de aquel día), me fui para Villajoyosa para juntarme con el resto de la cuadrilla. Fue épico ver a Corle por el retrovisor del coche, balanceándose de lado a lado como el mismísimo Fraga saliendo de las aguas, el pobre se había lesionado y tuvo que retirarse. El resto de chicos estaban frescos como rosas, y Quique y yo estábamos como podíamos. Nos tomamos un pincho y poco después comimos, en mi caso dulce que me lo pedía el cuerpo. Mientras, fantaseaban con la idea de irse a vivir ahí, menudo día bueno hacía.

Volvimos en el coche Quique, Carl y yo, y Óscar, Corle y Jordi en el otro coche. Conduje yo, y la verdad que llegué a casa muerta, para ser una ultra de sólo una noche Toledana, se había hecho duro entre el viaje de ida y vuelta.

Yo casi siempre saco un aprendizaje de estas liadas tan gordas, aunque no lo parezca. En este caso, la lección más valiosa es que jamás hay que subestimar la larga distancia, por muy “corrible” o “amable” que nos pueda parecer el terreno. En tantas horas y en tantos km, los senderos más sencillos se pueden volver una agonía si ha caído agua o se embarran. Cada carrera es un mundo, y cada terreno tiene sus particularidades. Este terreno, aunque en la línea de la sierra de Guara, tuvo sus dificultades, y aunque es cierto que no tenía la tecnicidad de terrenos de alta montaña, al final los cortes exigentes (nos daban 25 horas para completarla) te obligaban a no bajar la guardia. Y eso se hace duro al final.

Luego, las horas de oscuridad en otoño se notan, y mucho. Aun siendo unas 22 horas y media de carrera, lo que queda lejos de las 30 y muchas de otras ultras en verano, el atardecer del segundo día cayó como una segunda noche.

Pero, y esto es la parte positiva, era la primera ultra de 100 km que corría mano a mano con un compañero. Que ya no es compañero, es amigo, después de tantas horas sin filtros, Quique se ha ganado ese título con creces. Porque a la definitiva, lidiar sola tantas horas se puede hacer muy duro, y estar con él hizo que la experiencia fuera diferente. Enriquecedora, y lo digo en serio.

Después de la ronda de reflexiones, tengo mucho que agradecer. A Elena su inmensa generosidad y confianza, por abrirme las puertas de su casa sin apenas conocerme, por su buen corazón y deportividad (sabe por qué lo digo). Ojalá volvamos a coincidir.

Y a Quique, muchísimo. Aunque me dio una noche toledana, y nunca mejor dicho, y creo que oí un millón de veces eso de “no llegamos”, y a veces gruñía porque no llegábamos, como bien decía... al final llegamos, a la par, y porque no me dejó atrás. Me daba mucho coraje que ralentizara su ritmo por mi culpa, pero según decía, qué más daba en ese caso una hora más que una hora menos, lo primordial era llegar, y llegar bien. Y no, no es fruto de los meses que han transcurrido desde esa ultra, ni que mi mente haya diluido el recuerdo, de verdad que te sigo agradeciendo la compañía, y que es inevitable que tengas un cuadro de honor en esta crónica. Gracias compañero, gracias amigo, por tirar de mí, gracias por las sabias lecciones, ya sabes que eres todo un maestro ultrero y es un honor compartir km contigo. Pero a esta no volvemos, ¿no? Ahora en serio, el problema de esta ultra es que nos pilla más lejos y fue una paliza ir hasta ahí, pero ya es una carrera que no nos tienen que contar.

Y por estos detalles, estas cosas, aunque una ultra se empañe porque te pierdas al final, o porque no veas un pimiento en algunas partes del recorrido, lo cual te impide apreciar el entorno, pues a pesar de todo ello, lo bueno prevalece, la lectura positiva prevalece. De hecho, termino de escribir estas líneas en un panorama bastante convulso. Así que poder disfrutar de estas cosas, y que la mayor preocupación sea no llegar a un avituallamiento, nos indica que somos inmensamente afortunados.

Quique, ¿cuándo es la próxima? Uy, Sobrarbe, que no se me olvide...

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