VDA Torn dera Val d'Aran (161 km, 10.200m D+), segunda parte.

la_hansen
Carreras de montaña
22/07/2022

Entre unas cosas y otras, y nueva visita al baño (el voluntario me recomendó unos porque según él los primeros estaban fatal), tardé media hora en abandonar el avituallamiento de Montgarri. Emprendí el camino hacia Beret, apenas 5,2 km con 230 m de subida y 39 de bajada. Parece sencillo, ¿verdad? Mis cojones 33, y perdón por la elocuencia. Hacía calor, me resultaba pesado a esas horas de la tarde. Me desvié ligeramente del sendero y metí todo el pie derecho en el barro. Me empeñé en mojar la zapatilla en el agua para quitar toda esa costra. Un corredor me dijo que podría cambiarme de zapatillas en Beret, pero ponerme las Salewa no lo contemplaba. A todo esto, volvía cruzarme con Ian, un corredor inglés (con su nombre sí que me he quedado).

 

Medio trotando, medio andando, alcancé la explanada que se hace eterna hasta el avituallamiento de Beret. Era el punto de partida de la PDA del año pasado, así que a partir de ese momento, salvo unos tramos, todo era terreno conocido. En Beret estaba la segunda bolsa de vida. Yo estaba hecha unos zorros después de mi caída, pero sólo pude cambiarme de camiseta y calcetines (que si lo llego a saber, llevo más mallas). Aproveché a recargar el reloj y el móvil. El frontal de la noche anterior estaba kaput y no se había cargado nada de nada con la batería pequeña de la mochila. En el avituallamiento había comida caliente pero volvía a no apetecerme, pero sí que comí unas cuantas porciones de chocolate. Volví a coger barritas y arrasé con todos los geles con cafeína que tenía en la bolsa de vida, ya que me los había ido enchufando progresivamente. Tampoco creáis que me hacían mucho efecto, pero bueno. Con la gracia de mojar las zapatillas, se me había empezado a hacer un pliegue en la planta del pie, así que me puse dos compeed para evitar el estropicio. Dentro del restaurante estaba Gina, la cual, como me dijo, había abandonado. Estaban haciendo apoyo logístico a un compañero. Otros corredores a los que había ido viendo, y también una chica americana de origen asiático y un chaval americano, con los que hablaría pero mucho más tarde y que eran muy majos. Un corredor llevaba unos calcetines de la Canfranc-Canfranc en la que hice la maratón, él había intentado los 100 km pero abandonó.

 

En la carpa de al lado me curaron la herida, me pusieron una gasa con pomada para quemaduras porque era el aspecto que tenía debido a la abrasión con la tierra. A mi lado, a un corredor le curaban las ampollas, un tío que estaba moreno moreno (“moreno cabrón” le decía entre risas), y justo en ese momento entró otro corredor con problemas en los pies y que parecía bastante deteriorado el pobre. Me pregunto si logró terminar.

 

Ya salí del avituallamiento (19:37, el corte horario era a las 21:30) y me dispuse a afrontar el último tercio de carrera que presumiblemente me iba a costar bastante. De nada me servía hacer cábalas con los tiempos de la PDA del año anterior, aunque era tentador hacerse ilusiones pensando en llegar a una hora razonable la mañana del domingo. Ay, ilusa... Pasé junto a un grupo de japoneses, algunos corrían, otros habían abandonado, creo. Hablé con ellos, les dije que había estado en Japón, y que la gente era muy educada. Era cierto y se comprobó en carrera, aquellos con los que me topé eran muy majos y extremadamente educados. Un señor más mayor me dio ánimos. Había un corredor japonés con el que me iría cruzando intermitentemente, en las subías yo le pillaba, pero en las bajadas él volaba.

 

El primer tramo del camino lo compartí con el moreno. Y yo le decía, “Pero tú sí que te pones moreno, yo me pongo a cachos y de mala manera”, porque es que era verdad, tenía un color como recién salido de rayos UVA. Se iba riendo de mis ocurrencias. Compartimos parte de la bajada, y ya luego él tiró más rápido, que tenía a la mujer esperando mil horas en Salardú. No recuerdo su nombre, pero estoy convencida que atravesó meta unas cuantas horas antes que yo.

 

El camino a Salardú era un viejo conocido, gran parte por pista que a pesar de mis maltrechas piernas procuraba trotar. 8,9 km con 77 m de subida apenas perceptible y 667 de bajada, los cuales había hecho a toda pastilla en la PDA. Nos ha jodido mayo con las flores, lo mismo era fresca que tal y como estaba en esos momentos... En el camino se pasaba por Bagergue y Unha, donde cené con Raúl hace un año, eran unos pueblos preciosos. En la zona más próxima al pueblo vi por delante a un corredor brasileño (¿o era portugués?), parecía un poco perdido por las cintas, pero yo recordaba bastante bien este tramo. Eché mano al bolsillo de atrás de las mallas, lo llevaba completamente pringado de gel. Había ido metiendo los envoltorios vacíos, y los restos de los sobres me habían creado una amalgama pegajosa e indescriptible.

 

Llegaba el final del día, la temperatura comenzó a ser más agradable, y por fin alcancé Salardú (21:22), que tenía el corte horario a las 23:30. Subí por la rampa del parking en el que el año anterior habíamos dejado aparcado el coche Raúl y yo (ya que dormimos en Salardú). Este lugar era el nuevo punto de salida de la PDA este año, ya que les habían modificado algo el recorrido. La gente en la calle aplaudía a nuestro paso. Yo notaba que me estaba doliendo el lateral del talón izquierdo, y aproveché el avituallamiento cerrado para sentarme y tratar de pinchar la ampolla. No fue posible. De momento sólo se me había hecho un callo y no había forma de pincharla, no salía nada. Mi gozo en un pozo. Aunque había comida en este avituallamiento, la gente apenas paraba, ya que estaba muy pegado a Beret. Llevaba los botellines prácticamente igual de llenos que en Beret así que salí tal cual, después de haber guardado las gafas de sol, ya totalmente inútiles, y sacar el frontal, que en breves iba a necesitar. En la calle, más gente decía a mi paso “Molt bé”. Yo lo que estaba era “molt cansada”, pero llevaba una determinación que no me frenaba. Y sí, otra vez Gina, que me aplaudió a rabiar al verme pasar. Vamos, que me cayó de puta madre la tía. Yo daba las gracias con un hilico de voz o apenas levantaba el brazo, más por falta de fuerzas que otra cosa. A estas alturas, ya había dejado de pensar el típico “¿y yo qué pinto aquí?”, pero seguía resultándome extraño pensar en la movida en la que estaba metida.

 

Salí del pueblo y caminé por el asfalto. A mi par tenía a un corredor chino, a mí me asombró debido a las restricciones que tienen en su país, pero la verdad que tampoco le pregunté sobre las disquisiciones del coronavirus, bastante teníamos con lo que teníamos. Se rió cuando le dije “shiéshie” (gracias en chino) y compartimos parte del camino, hasta que en la subida me paré un rato, ya no recuerdo si a cerrar los ojos un poco o qué, pero probablemente para tomarme un gel de cafeína. Con resignación, encendí el frontal.

 

El tramo hasta Bahns de Trèdos lo afronté completamente en solitario. Eran 9 km, con 567 m de subida, 70 de bajada. Era un tramo espectacular de día, bajo los árboles y junto al río. De noche, todos los gatos son pardos y había que tener cuidado de en dónde se pisaba. Le di por error al botón de vuelta, mierda. De repente, empecé a oír un musicote en aumento, me daba un subidón tremendo de sólo escucharlo. Ilusa de mí, pensé que era el avituallamiento en medio de la noche, con música para amenizarnos antes de Colomers. Nada más lejos de la realidad. Conforme avanzaba por los senderos que me resultaban tan familiares, el sonido iba quedando cada vez más lejano a mi derecha. Y probablemente era música de un bar, una terraza o una discoteca, porque no olvidemos que era sábado noche, y la gente “normal” salía y todo de marcha. Seguí medio trotando, a lo lejos vi a un par de corredores, a los que alcancé, y por fin llegué a Bahns de Trèdos a las 23:32. No había música ni fiesta, lo que había era un puñado de corredores salidos del mismísimo casting de “The Walking Dead”.

 

Como el corte horario era a la 01:45, me permití el lujo de tumbarme unos 20 minutos. Tenía algo de sueño, pero esta vez no conseguí dormirme del todo. El corazón me daba tumbos en la caja torácica, probablemente fruto del gel con cafeína que me había tomado no hace mucho. Pero bueno, en cualquier caso, descansé un poco. Sobre las 12 de la noche me levanté y tomé algo, intenté comer un bocadillo, repuse líquidos, y hablé un poco con una voluntaria de las aventuras en semejantes distancias. Salí del avituallamiento sabiendo que el circo de Colomers iba a ser un espectáculo de noche.

 

El primer tramo de pista ni lo recordaba. Corrí un poco hasta que abandonamos la pista y comenzó la subida por un camino más pedregoso. Me entró algo de sueño y tuve que volver a parar unos 5 minutos. Después de este pequeño parón, me espabilé un poco y empecé a subir con ganas. Yo sabía que esa zona era preciosa de día, pero ahora me tenía que conformar con la luz que emitía mi frontal y lo que se adivinaba bajo la luz de la luna en una noche muy despejada. Por delante en el sendero veía a algún corredor al que no terminaba de alcanzar. De cuando en cuando en el recorrido (ya me había pasado antes) saltaba algún flash del equipo fotográfico que nos hacía fotos. Iba a dar gloria bendita ver esas fotos en medio de la noche con cara de susto... Alcancé un gran lago de agua, era el control del lago de Obago, a 6,7 km del avituallamiento anterior (525 m de subida, 45 de bajada). Eran las 02:23 de la madrugada. Seguí avanzando, sin perder de vista a los corredores que tenía por delante.

 

El sendero era confuso en medio de la noche. Cuando volví a alcanzar otra masa de agua, juro que creí estar andando en círculos. ¿Y si por error había seguido las marcas de la PDA? En la PDA se daba la vuelta completa al circo de Colomers, mientras que en nuestro recorrido esa vuelta se reducía en 5 km. Seguí avanzando confiando en no haber dejado de seguir el camino correcto. Juraría que ya había pasado por esa piedra, ¿otra vez el agua? Entraba en pánico cuando dejaba de ver alguna cinta, aunque a una mala, llevaba el track en el reloj. Y los corredores, a lo lejos, ¿es un control? ¿Están volviendo atrás? Parecía el día de la marmota.

 

Fue una auténtica locura de piedras, hasta que por fin me dio la sensación de que el terreno cambiaba. Se supone que el avituallamiento estaba a 4,8 km del control anterior  (210 m de subida, 469 de bajada). Para ser un tramo tan corto, se me hizo inalcanzable. Di un paso en falso en un trozo de césped y el pie se me fue hacia abajo, a un riachuelo. Hice malabares sobre la hierba, haciendo el espagat, y me libré del remojón. Tampoco había mucha profundidad, pero mejor si lo evitaba. Eché las manos al suelo para bajar algunos de los tramos. ¿Y dónde estaba el lago de Colomers? De repente me encontré a un corredor de rubia melena, parado en seco en el camino, sin moverse ni decir nada, vaya susto. Creí que su bandera era austríaca. Le dije “hi” pero no obtuve respuesta, me dio un poco de miedete. Seguí avanzando, el camino empeoraba pero por fin alcancé el refugio de Colomers, sumido en la más absoluta oscuridad. Crucé el lago a través de una pasarela, sabía que no me quedaba demasiado hasta el avituallamiento. La bajada era un poco desagradable, las piernas no iban muy finas y había piedra suelta.

 

Por fin vi luz, era el avituallamiento. Entré en él a las 04:13 de la mañana (el corte horario era a las 06:00). En el avituallamiento estaba Paul el rumano, esperaba a su amigo que era el chaval de larga melena. Cuando entró en el avituallamiento fue directo a una camilla a tumbarse y descansar. Yo tenía un poco de destemple y me quise tomar un café, pero no había vasitos de cartón y me lo sirvieron en mi vaso de plastiquete, sabía a raigón de cabra esa combinación (les comenté que esos vasos para líquidos calientes eran una full). Comí algo de comida, aunque reconozco que no tenía muchas ganas. Estuve hablando un rato con el señor de la Canfranc, y salí con él y su amigo del avituallamiento.

 

El siguiente tramo era una pista de las de correr dirección a Mont-Romies, 10 km con 362 m de subida y  581 de bajada. En la PDA la pista se abandona enseguida para subir a una tuca, en nuestra caso seguíamos la pista un buen rato. Iba caminando con estos dos hombres, pero me entró un poco de frío, sueño y destemple, y les dije que iba a trotar de malas maneras para espabilar un poco. Empecé a trotar, pero me dormía literalmente. Enseguida me alcanzó el del pantalón Compressport, ahora iba tapado de arriba abajo con el cubrepantalón y el chubasquero. Trotamos a la par mientras decíamos que nos dormíamos. Y entonces experimenté las mayores alucinaciones que he tenido nunca (en carrera y fuera de ella).

 

El recorrido viraba a la derecha. Empecé a alucinar. Veía baldosas en el suelo, tan bonitas con filigranas grises, como si fueran una terraza, bocas de alcantarilla (no las había), animales diversos, conejos, corredores sentados en el lateral, hasta me pareció ver a Raúl. Flipaba con formas y figuras que al acercarme se desvanecían, puf, por arte de magia. Se lo dije a mi compañero. Era incapaz de no cerrar los ojos. Necesitaba tumbarme, pero hacía mucho fresco, así que más adelante, en esa piedra tan maja, nos tumbamos 10 minutos, con despertador en la mano, pero yo acabé tiritando, me quedé helada. A los 10 minutos y al despertarnos, nos dieron alcance los dos compis anteriores. Estaba tan fría que no me quedó otro remedio que trotar malamente para entrar en calor. Los dientes me castañeaban, pero estaba dejando de flipar, y lo que era mejor, estaba empezando a salir el Sol. Juro que fue el momento de toda la carrera en el que más frío pasé, el alba del segundo día.

 

Me adelanté a ellos, me entró un pis incontrolable, no llegaba al avituallamiento así que tuvo que ser por ahí, qué remedio. Más adelante en una zona de túneles vi a la pareja de americanos, ellos habían dormido algo pero dentro del túnel, así habían evitado el frío. Llegamos a una especie de alto en el camino, el sol ya daba calor (luego daría demasiado calor), el de Compressport se quitó el cubrepantalón, yo guardé el frontal y saqué las gafas de sol, y algunos compañeros aprovecharon el solete para tumbarse. Yo pensaba que el avituallamiento era eso, pero me quedaba bajar por una pista estrecha para BTT, tal y como nos dijo el de Canfranc.

 

Afronté la pista de bajada con más pena que gloria, los pies me empezaban a molestar (y menos mal que me molestaban ahora y no antes), pero poco después, a las 07:16, alcanzaba el avituallamiento de Mont-Romies. La verdad que es un tramo para hacerlo a mucha más velocidad, pero a estas alturas de la película, no estábamos para pedirles peras al olmo. Repuse líquidos y seguí para adelante, ya comería algo en Arties. Tocaba una bajada espectacular. Paul el rumano estaba ahí, y poco después nos alcanzaron los americanos, junto con algún corredor rezagado.

 

La bajada a Arties pueblo tenía 5,5 km de longitud, con 46 metros de subida apenas perceptible pero 668 metros de bajada. El tipo de terreno era similar a la pista BTT que habíamos bajado, con algunos tramos de tierra más suelta pero más o menos llevaderos. Por primera vez desde la salida, se me saltaban las lágrimas de auténtico alucine ante la perspectiva de que el final ahora sí que sí estaba cerca, y que pintaba que iba a terminar. Sé que quería terminar y la ilusión con la que salía, pero nunca se sabe cómo se van a desarrollar los acontecimientos, y en todo momento había evitado pensar en el global de la carrera. Pero sabiendo lo que quedaba, lo veía una realidad mucho más palpable. Estaba casi al alcance de mis manos.

 

La bajada a Arties me terminó de rematar los pies, los laterales del talón y también los dedos gordos que yo sospechaba que se iban a perder las uñas (aunque tengo unos callos generados por roce que algo amortiguan, en ese momento me estaban molestando mucho). Llegué al pueblo con la cara agotada, yo no era consciente pero entré al avituallamiento (8:30 de la mañana) habilitado en un salón cerrado con el semblante serio, y mira que me gusta sonreír. Cuando yo llegaba, la sueca a la que había visto en carrera, le dije que “bra” (bien) pero debí de pronunciarlo muy mal porque me miró extrañada. A mi entrada, un voluntario animó al resto a aplaudirme. Dentro del avituallamiento había mucha comida, pero la verdad que no sabía ni lo que comer. Ahí estaba Gina con sus amigos, y como le dije, “pintaba que sí que iba a terminar”, algo que también le dije por WhatsApp a Santi. El rumano estaba dando buena cuenta de un plato de pasta, me preguntó por la bajada (le dije que mejor de lo esperado), ya que le había dicho que era lo que más me costaba, y yo básicamente me senté, tomé algo, y aproveché a ir al baño, para darme algo más de crema solar, y de paso mirarme el careto, hace que no me miraba al espejo muchísimas horas y muchísimos km. Dios mío de mi vida, qué careto llevaba.

 

Unos 20 minutos después (el corte horario era a las 10:30) dejaba el avituallamiento para afrontar los últimos 14,4 km de carrera. El tramo inicial era llano, eran 6 km hasta Santet Escunahu, con 697 m de subida y 57 de bajada. Esos primeros km por asfalto, creo que unos 3 me salieron, me hicieron ver que me iba a cagar subiendo después todo el desnivel que faltaba. Efectivamente: abandonamos la pista y empezamos a subir por un sendero empinado. Me entró sueño de nuevo y me paré 10 minutos sobre una piedra que era la mar de cómoda, y cuando me levanté, me tomé un gel con cafeína, y empecé a subir con mucho brío. A los laterales, algunos corredores descansaban cual zombies (el italiano de los palos). Poco después me dio alcance el rumano de larga melena, yo creo que había resucitado en Colomers, y subía con un brío espectacular. Yo me puse a la par del chaval de Compressport.

 

“Te vas a cagar cuando llegues al avituallamiento”, le decía. Lo decía porque yo sabía que ahí estaba Estela, Paula, Ángel, esperándome, y sabía que los ánimos iban a ser de los que se caga la perra. El chaval sonreía, después de la paliza de subir, afrontamos el llaneo medio corriendo medio andando, ya volvía a hacer calor con ganas, y me sobraba todo. El valle era espectacular, y por fin, los vi a lo lejos. Me vieron llegar y ya los oía chillar, levantando los brazos. Se acercaron corriendo, primero Estela, me dio un abrazo mientras me echaba a llorar, luego Paula, más lloros, Ángel, que me dio un abrazo gigante, María... Me acompañaron hasta el avituallamiento que alcancé a las 11:08 (ahí estaba también Rubén Zabal). Luego me dijo mi padre que ese tramo me había salido espectacular, que la aplicación estimaba que iba a llegar cerca de las 12:00.

 

Me senté, y me dejé mimar. Agua, algo de comida, hasta me pusieron un compeed en el lateral del talón, que llevaba al rojo vivo. Aproveché y recargué algo la batería del reloj, aunque para lo que me quedaba era casi seguro que me llegaba. Y venga a charrar, toda la carrera había estado esperando para verlos. El chaval de Compressport entró y salió, la pareja de americanos, otros corredores hicieron lo mismo. Y de repente, ahí entró Martin Scofield, sorpresa mayúscula, pero sobre todo agradable. No nos habíamos visto hasta ahora porque como le dije, había estado “por detrás”. Con ese humor británico que le caracteriza, dijo que era una sorpresa, luego que la carrera era “durilla” (qué risas), pero ya sabe que lo de ir por detrás no estaba dicho a malas y ni muchísimo menos de manera despectiva, todo lo contrario, lo admiro y aprecio mucho. Lo que creo que no sabe Martin es que estuve toda la carrera en los avituallamientos vigilando su posición y celebrando que iba superando todos los cortes. Había estado pegado a los escobas, pero Martin es todo un Sir, de la cabeza a los pies, tiene experiencia y sabe cómo gestionar estas distancias. Chapeau.

 

Media hora después dejaba el avituallamiento, me queda la  última subida a la Tuca de Cauva, 1,9 km con 439 metros de subida, y de ahí bajar hasta meta, 6,5 km con 1.238 metros de bajada, cifra que creí que era un error tipográfico pero efectivamente, era lo que tocaba bajar. Bajo un sol de justicia, subí con todas las fuerzas que pude, dando caza a algún rezagado, y tomando ya las últimas sales de esta larga carrera. Yo era consciente de que me había explayado más de la cuenta en el avituallamiento, pero os juro que merecía la pena, y mucho, sacrificar media hora por mis amigos que me habían esperado. Porque a estas alturas, lo mismo me daba una hora más que una hora menos...

 

Llegué a lo alto de la tuca, el primer tramo de bajada era un poco incómodo, empinado, y resbalaba. Eso, añadido a mi dolor de pies creciente, hizo que tuviera mucho cuidado. Enrocada en la bajada estaba la americana, que bajaba peor que yo, que ya es decir. Iba con mucho tiento. Yo terminé de bajar, y afronté la pista como buenamente pude. Notaba pinchazos en los dedos gordos, y del dolor del lateral del talón mejor ni hablamos. Un corredor procuraba ignorar los dolores, decía, para llegar cuanto antes. Yo también quería, pero a estas alturas, un rato más o un rato menos tampoco me iban a solucionar la vida. Una corredora extranjera que creo que era acompañante me daba la enhorabuena y me decía que ya no quedaba nada.

 

Concentrada, muy concentrada, para no tropezar bajando. La pista dio paso a  una travesía por el bosque donde más que correr, caminé. Algún corredor me sobrepasaba, una japonesa muy educada, un japonés que me animaba y me decía que no me preocupara, que había margen. El corredor inglés, Ian, que lamentaba mis dolores. A mí me dolía pero tiraba completamente de cabeza, el speaker se oía cada vez más cerca pero los metros en el descenso no sumaban. Venga, un poquito más... Fue todo un alivio alcanzar por fin el pueblo, donde empecé a trotar a pesar de llevar las patas como auténticos palos, y ahí vi a Susana Tamargo, había corrido la Sky y estaba pasando el fin de semana. Se puso a mi par, animando y grabándome, mientras yo ya corría con toda mi alma, malamente como si fuese Chiquito de la Calzada pero inmensamente feliz.

 

La gente aplaudía a mi paso, yo sonreía con los ojos, con la boca. Reía y lloraba, lloraba y reía. Los pelos de punta mientras enfilaba los últimos 300, 200, 100 metros. Los japoneses que había visto en Beret sonreían y me animaban; Víctor Aína estaba ahí (le había salido un carrerón), y Toñin el speaker me anunciaba a lo lejos “Venga Vanesa, ahí está Vanesa en sus primeras cien millas”, y yo no podía parar de reír de la puñetera alegría, y sí, ahí estaba, la campana de la meta, que agarré con todas mis fuerzas e hice sonar como si lo fueran a prohibir mañana por la mañana. Y ahí estaba Mónica, emocionada, con mi medalla, me la puso y nos fundimos en un abrazo con toda el alma, en un apapacho, en un momento que no veía llegar. Mis chicos de Santet no pudieron estar, se me había hecho demasiado tarde.

 

Experimenté tal explosión de endorfinas, que me olvidé del dolor de pies, de patas, de lo que me quemaban los brazos, de los pelos de loca que llevaba. Lo había conseguida. Eran las 14:23 del domingo, y habían transcurrido 46 horas y 23 minutos desde mi salida en el viaje más trepidante que jamás había experimentado en una carrera.

 

Fui a un porche, ahí eché en falta una carpa o lugar de encuentro, aunque es cierto que quedábamos ya poquitos, detrás de mí no entrarían muchas más personas (9, creo). 269 personas terminamos y 168 abandonaron, lo cual no me parece mala estadística para semejante carrera. Priscila la brasileña estaba por ahí vestida de calle, yo la había visto con muy buenos tiempos y di por hecho que había terminado, pero me dijo que se había retirado en Colomers. Flora se había marcado un carrerón de aúpa en 41 horas, y la incombustible Lurdes Palao había quedado tercera de la general femenina. Vi a Scofield, nos miramos e inclinamos la cabeza en señal de conseguido, y vino a estar un rato conmigo Susi con su chico (o amigo, ¿no?). Mónica estuvo un rato también, y mientras me daban gajos de naranja y yo estaba molida pero feliz, hablé con mi padre, que se había echado a llorar al verme entrar en meta tan feliz, después de la mala cara en Arties (la web cam de los avituallamientos de cuando en cuando nos grababa). Y me dijo, “Y ya, ¿no?” Estaba yo como para pensar en repetir esa carrera. Mónica me trajo la camiseta de “finisher”, por circunstancias y por la hora, al final tuvo que ser una talla M. No la voy a poder usar, pero la aventura vivida no me lo quitaba nadie. Al final sí que fui tercera de mi categoría (la cuarta en discordia fue neutralizada), eran muchas categorías y ni siquiera tenía trofeo, era mención, y aunque era lo de menos, pues quieras o no te daba una pequeña alegría.

 

Mónica me dijo que me quedara a dormir en su apartamento; aunque es cierto que tenía fiesta el lunes, yo quería volver a casa. Así que con paso lento me dirigí al coche, me quité las zapatillas, los calcetines, me calcé las chancletas, y con la mochila me fui a la sala polivalente, ya que el pabellón para las duchas estaba cerrado. A lo lejos escuchaba la música de meta, ceo que en ese momento entraba el último corredor. En la sala había un par de duchas, me metí bajo la ducha y me quité toda la capa de tierra y sudor adherida a la piel. Los pies tenían ampollas en los laterales del talón, al final se me habían llenado de agua, y aunque me molestaban mucho los dedos gordos, no había rozadura, y las uñas pues ya se vería. Me curé, me sequé, y casi como nueva, que es un decir, salí a la sala, me había quedado en el espíritu de la golosina. Recuperé mis mochilas de vida, y les pedí a los voluntarios que había si me podía tumbar un rato y dormir un poco antes de volver a casa. Me pusieron una colchoneta (estaba Santi Santamaría, de la Guara Somontano), me pusieron un cojín para levantar las piernas, me dieron comida, agua, lo que quisiera, y ahí me dejaron descansar. Antes de dormirme, vi en la sala al “doble de Pau”, Pedro creo que se llamaba. Le había perdido la pista en Beret y pensaba que había terminado, pero me dijo que había tenido que retirarse por la rodilla.

 

Caí en un sueño profundo, y una hora o algo así después, me levanté. Me sentía algo mejor, las patorras molestaban pero podía moverme, así que decidí volver a casa. Me dieron más comida y uno de los organizadores me acompañó con las bolsas de vida hasta el coche. Y total que me llevó de tal forma que fui directa al parking, con la vuelta que daba yo para llegar.

 

Me monté en el coche y me noté bastante “bien”, tuve una vuelta tranquila, sin incidentes, sin mucho tráfico y sin ataques de sueño. Ya llegué a casa cerca de las 9 de la noche, y por fin pude tumbarme en el sofá. En casa pude comprobar el aluvión de mensajes a mi teléfono dándome ánimos: mis azulillos, Silvia Duerto, Clara, Isa, Ana, Belinda, Paul... Al no llevar ese teléfono no había podido leerlos. Ni qué decir que caí dormida en nada. Ahora sí que podía dar por finalizada mi carrera, porque la carrera no terminaba hasta que metía la llave en la cerradura y por fin le daba un beso a Raúl. Yo creo que no es consciente de que él es mi refugio, y por mucho que me gusten estas peripecias por el monte, el sentimiento de volver es aún mejor.

 

Ya él pudo quedarse tranquilo, sé que lleva muy mal estas distancias tan locas. El día siguiente estuve larga en el sofá todo lo posible, recuperando el sueño perdido. El dolor de piernas se pasó relativamente pronto, el de espalda tardó un poco más (eso de retorcer el cuello para beber de los botellines no es bueno), la herida tardó un poco en tener mejor aspecto (se me pegó totalmente la gasa), pero era consciente de que el tute al cuerpo ahí estaba.

 

Casi dos semanas después el chute de endorfinas aún me dura. Ha sido la experiencia en carrera más salvaje que he tenido nunca, más brutal. El recorrido es espectacular, lástimas las noches que te impiden ver ciertas partes. Por supuesto que me hubiera gustado llegar algo antes para haber dormido la mañana del domingo y haber podido llegar antes a casa (me quito el sombrero ante los tiempazos de los cabezas de carrera), pero cuando te enfrentas por primera vez a cien millas, pueden pasar mil cosas. Y en mi caso, estaba feliz, porque la cabeza había tirado como nunca, porque no dudé en ningún momento en proseguir, y porque, aunque parezca extraño, me lo pasé genial. Ya sé que es extraño con esta distancia, pero lo había gestionado bastante bien, incluso el sueño, que era uno de mis peores temores. Incluso a nivel físico me sentía bastante bien, creedme, y no exagero, que me he encontrado mucho peor después de alguna carrera de 100 km en el Pirineo aragonés (algunos terrenos son muy técnicos, y el de la VDA era duro pero no tan técnico). Es una experiencia tan única e irrepetible, que no la quiero repetir, vamos, que no vuelvo, y me explico: volveré a las cien millas, seguro, aunque creo que es una distancia que hay que dosificar (por muy bien que estén las piernas, el cuerpo ha sufrido), pero no a esta carrera, aunque seguro que volveré a este valle que es precioso a rabiar. Sé que esto me abre las puertas a la Ultra Trail de Mont Blanc, y sí, es otro sueño que me gustaría poder cumplir.

 

Os doy muchas gracias a todos los que invertisteis una parte de vuestro tiempo en darme ánimos previos, mandarme mensajes en carrera, porque aunque no os pude leer, os sentía en la distancia, a mi familia (las lágrimas de mi padre de pura alegría), mis amigos del club, las palabras de mi amigo Jorge, de Pilar Val (siempre tuvo la confianza inquebrantable de que me iba a salir bien), a Ana, mi fan que dice ella, a todos los demás, de verdad que mil gracias,  y yo que creía que iba a correr sola, pero no, no iba sola, estaba arropada; mil gracias a los corredores con los que iba entablando conversación y que me hicieron más ameno el recorrido, hubo risas, hubo lamentos, pero sobre todo hubo buen rollo, y eso vale oro; mil gracias a los voluntarios, por vuestras sonrisas, por vuestra ayuda, por vuestro cariño desinteresado, el gran pilar de estas carreras. Me tratasteis tan bien, me mimasteis tanto, que fuiste parte del motor de esta carrera; mil gracias a la gente de la organización que hizo todo lo posible para que recuperase antes de partir para casa, y cómo no, mil gracias a mis chatis, a Moni, Estela, Paula, Ángel, porque tenéis un corazón de oro, y veros fue algo muy emotivo.

 

Ha sido toda una aventura, ha sido una aventura que me hacía mucha ilusión, ha sido un sueño loco, que no necesariamente es el mejor, pero era mi sueño, y ha sido brutal hacerlo realidad. La vida, ese regalo tan maravilloso, ojalá nunca me abandonen las ganas de seguir exprimiéndola. Una carrera de estas características te entrena la cabeza, porque como decía Isa, con esto ya te enfrentas a las cosas, a la vida, de otra forma. O lo intentas.

 

Mil gracias por leerme, perdón por la parrafada, pero una aventura como ésta necesitaba ser plasmada con todo lujos de detalles. GRACIAS. Ahora toca descansar, recuperar, vacaciones, y la  vuelta, los 100 km más largos del mundo, la Canfranc-Canfranc. La intención es sacarme la espinita del año pasado, pero lo que sea, será... Y mientras tanto, disfrutaremos del camino como hasta ahora, adaptándonos a las circunstancias cuando toque.

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